miércoles, 27 de febrero de 2013

El edificio.

Lo que extraño de mí: mirarme y gustarme, y sentir que no me encojo como las bocas que se han quemado con el ácido del limón. Y estar orgullosa de lo que construí de mí, porque quizás no es esto lo que quería y no fui yo quien lo construyó, simplemente abrí una puerta por la que entraron retroexcavadoras y camiones enteros llenos de cemento y de repente todo tenía la forma de una construcción sin terminar, que no pedí, que no me gusta y que bloquea todo lo que sí había construído, que sí había escogido y que sí me gustaba.

De nuevo fue como caerse persiguiendo al conejo blanco, que a quién le importa si no logro alcanzar? Bastaría con quedarse a ver el paisaje en vez de tirarse a un hoyo interminable y resbaloso de bocas con malos olores que fue imposible cambiar.

"Que fue imposible cambiar"... Mirarse al espejo y verse deshidratado, seco como una uva pasa, consumido por su propio interior, por un hueco que se está formando adentro y que consume todo alrededor, desde el colon hasta el brillo de los ojos. Y cuándo detenerse? cuándo afrontarlo? cuándo lograrlo? cuándo dejar de caerse y empezar a cerrar el hueco? a alejar a las retroexcavadoras y empezar a construir muros más fuertes que no se mojen en leche y en promesas, que no se conformen con calor en los pies por las noches y que cuiden de lo que había al final de todas las capas de la cebolla, y que sigue ahí, y sigue aquí, siempre aquí, en dónde se encuentran todos los vértices y en donde todo tiene otra vez sentido.

Sufrir, si eso querías, siempre hay una manera. Desde aquí, verte volver así, verte seguir ahí, y aquí, volver a lo de siempre, a lo que vale, a lo que hay adentro, al corazón de la cebolla.

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