martes, 12 de octubre de 2010

El Muelle.

Me voy acercando despacito hacia donde tú estás, porque me parece que con los ojos me pides que lo haga; y estás parado al final de un camino muy largo, como un muelle, y no se ve más que un cielo negro y un negro mar que se juntan detrás de ti a la altura de la cintura. Y sonríes con esa mueca de payaso diabólico que te sale tan natural; y yo avanzo entusiasmada pero con cautela y empieza a hacerse evidente que es un muelle; y las tablas del piso se empiezan a romper, y sonríes... Y me extiendes los brazos y sonrío nerviosa, tratando de esquivar las tablas rotas y las pirañas que desde el agua saltan hambrientas y muestran sus dientes desordenados entre las tablas del muelle.
Y mientras más cerca estoy más ampliamente sonríes, y parece que me presionas con los ojos para que avance más rápido, y cuando ya estoy tan cerca de ti que puedo casi olerte los labios, extiendes los brazos hacia los lados, levantas la punta de los pies y te dejas caer hacia atrás, con una sonrisa mucho más malvada y con la mirada fija en el cielo negro que ya no se diferencia del mar.
Y caes despacio hacia atrás, con el cuerpo firme, y las pirañas en el mar parecen pelear entre ellas y se muerden desesperadas porque toques el agua para arrancarte a mordiscos la piel.
Y caes por fin, con la misma sonrisa, como si ya en el camino hubieses soltado la vida, y tu cara pálida e inmóvil empieza a desintegrarse, van quedando retazos de piel que flotan en el agua, se va quedando sin nada que la cubra y ya la sonrisa es sólo dientes y sangre que el agua va limpiando; y dos pirañas desde adentro del cráneo pelean por tu ojo derecho, tan redondo que todavía parece sorprendido ante la inmovilidad del izquierdo, que intenta encontrar algo en ese negro cielo que de alguna manera lo mira también.

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